Cuando no lo puedes controlar y todo se está convirtiendo en un caos, esperas que llegue ese algo, ese alguien que puede hacer que tu vida no caiga en el abismo.
Así me ocurrió aquel día en que me di cuenta de que algo estaba sucediendo en mi vida. Nadie lo veía. Nadie era tan consciente como yo de que todo cambiaba.
El tiempo, con su imparable tic tac, continuaba haciendo mella y me sentía llegar al final del camino.
Nadie me había preparado para esto, aunque sabía que la naturaleza era así y que todo principio tiene un final, pero recordaba con añoranza y, a la vez, con cierta alegría, el día en que descubrí el esplendor de la primavera, los vivos colores, los olores, los calores del verano con sus largas tardes llenas de luz.
Ahora todo estaba cambiando y tenía miedo.
Llegué a pensar en no moverme. Quizá conseguiría escapar de todo lo que veía a mi alrededor y, el otoño, esa estación triste y alegre, melancólica y esperanzadora, pasaba sin rozarme y así podía seguir viviendo.
¿Por qué tenía que ser así? Apenas llevaba unos meses viendo las maravillas que se divisaban en todas las direcciones cuando ya me tenía que ir. Entonces la vi. Fue la primera que cayó y la que me hizo pensar que sí, que era el final, que no podía evitarlo.
Después de ella fueron muchas más y, pese a no moverme, no podía controlar que el viento me meciera. El final estaba cerca y decidí prepararme para ello
Cayeron todas las hojas y llegó el crudo invierno. Lo soporté como pude y, antes de imaginarlo, la primavera volvió otra vez y todo recobró su color: las hojas volvieron y con ellas la vida, mi vida. Fue cuando comprendí que todo iba a ser un ciclo, que lo que se iba volvía y que no era yo quien mandaba, quien organizaba. Y me gustó. A fin de cuentas, era un árbol que vivía su segunda primavera esperanzado en que la naturaleza me llevara a vivir muchas más.
Me di cuenta de que no lo podía controlar, pero podía disfrutarlo.
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