Nadie que saliera a defender el cielo,
cielo que se extendía dentro de tu cintura
y poblaba la avidez del relámpago
y encendía tu espalda y tus caderas,
podría no haberse quedado
dentro del horizonte de tu cuerpo.
Podría no haberse cubierto, ni abrigarse,
dentro de ese volumen de intemperie
y así sentir que el infinito cabe
en el átomo mínimo del sueño;
desmesurada especie de lo ignoto
en la composición ficticia de una imagen.
Porque no tiene pausa todo lo que observamos,
carece de medida y se deslinda
y a la vez se deshace y evapora
mientras nuestras percepciones lo persiguen.
Solo hay formas melifluas, envolventes;
volutas hechas de humo y esperanzas.
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