En un bar, del muro suspendido,
silente, añoso y olvidado,
un reloj con su gesto inerte
haber detenido el tiempo semejaba.
Y bajo el péndulo sin vida,
huérfana de sus horas,
la parroquia a los vasos confesores
sus cuitas revelaba.
Ajena a la turba vocinglera,
sentada ante el jaspe umbrío,
a ti con versos de oro hablaba
un poeta en la tierra ya dormido;
y mis ojos se derramaron,
a borbotones pardos,
en la negrura de tu vestido.
Con ellos bese tus labios,
y acaricié los femíneos adornos
de tu talle erguido.
Súbitas volaron tus pupilas,
del papel añejo, a las mías;
y al canela de tu mirada
mi corazón se quedó prendido,
mientras tu sonrisa, paloma blanca,
surcaba el cielo de mi desdicha.
Bajo la esfera muerta alzaste tu figura,
entre tañidos de pulseras
y revuelos de pestañas;
luego tus pasos breves flotaron
en el aire denso de la noche clara.
Yo quería que te quedaras,
y recitarte musitando, bajo la Luna,
las dulces estrofas
del que ausente te cantaba.
Mas mi boca quedó muda.
Sólo hablaba la mirada.
Y al ver que las sombras te tocaban,
sentí celos de la noche y del poeta
y de los pasos que te llevaban.
No hay comentarios:
Publicar un comentario